Bueno, entradas las fechas, y acabado el ciclo, concluye al fin una etapa en mi vida universitaria. Dado el tiempo del que ahora dispongo, he decidido conjurar mis memorias en un relato corto. Espero que les guste.
El Toribianito Asesino
Corrían las 6 de la tarde en la plaza de la bandera, Joaquín Ormeño Ayala salía del turno tarde del colegio Reino de Suecia. Estaba cansado, estaba sucio, estaba misio. Se dirigía a la parroquia, abría un chocolate, se subía la bragueta.
A los 6, edad en la que entró al coro, su mamá, una fanática ultrareligiosa vegana, había roto todos sus posters de smackdown y en lugar de ellos había puesto estampitas gigantes Navarrete de todos los santos.
Este era un toribianito gordito, y pese a que su madre hubiese preferido castrarlo para que quedase inmaculado por siempre, a joaquincito le gustaban las calatas. No tardo el tiempo en que nuestro personaje se adentró en el mundo de la nopor. Era caserito de la kaira en el quiosco del tío cojo que escondía esta literatura sublime debajo del turrón arequipeño.
El Joaquín del que les hablo tiene ahora 13. Llega a la parroquia, se quita la mochila, entra a la iglesia. Se persigna al paso, pega caletamente el chicle debajo de una de las bancas, escudriña su bolsillo lleno de boletos de micro y peluza, se rasca la cabeza, se dirige al señor. Ahí esperándolo está parado el cabrón ese que dirige el coro. Un pelotudo de 35 años que no tiene mejor cosa que hacer que hacer gritar a chibolos. Joaquincito lo detesta. So do I. Comienzan con el megahit del momento “Tarantino”, “taran taran tan tarantiiiíiíínoooo, taranntíiinooo, naranaa”. Pero nuestro devoto personaje no esta pensando en el amor que recibirá de jesucito esta navidad, mas bien desearía estar viendo tele, a la Roca, o en la noche alguna película del 5 sobre mafiosos en una fábrica abandonada, o algún torneo clandestino de pelea en el sur de Vietnam, lleno de chinitos sedientos de sangre, en fin.
Joaquín sabe que en un par de años más tendrá la entereza suficiente para decirle a la ultramontana de su madre que no quiere ir a ese criadero de sanazos que es la parroquia. Sabe que su vieja lo colgaría, que lo amenazaría con los fuegos del infierno y hasta con el chupacabras, pero el está decidido. Va a dejar esta mierda. El no entiende como un cojudo de casi cuarenta años puede seguir metido ahí. De ser él, estaría rockeando, viviendo la vida loca, sería como uno de esos capos de sus películas, rodeado de pollitas ochenteras.
Como el fideo que siempre se queda pegado en el colador, un malévolo pensamiento se queda entre la colada fluidez de la imaginación de Joaquincito. Tiene la pasta, tiene las ganas, tiene todo un mundo por delante fuera de la farándula musical navideña. Tiene la broma perfecta que significaría el fin del coro.
Las fechas estaban muy adelantadas para poder conseguir otro director para el coro, y el desastre que se armaría de seguro asustaría lo suficiente a las madres como para convertirlas al mahometanismo chií, o a los israelitas del nuevo pacto, o algo así. Acabada la sesión, los niños se ven con el párroco. El director del coro se había ido a comprar galletas. Estaba ahí, el folder del marica este, en una mesa a unos metros del tumulto. La oportunidad era perfecta, el tiempo, urgía. En un rápido movimiento, nuestro toribianito sacó rapidamente su Kaira edición sapito sopero y la introdujo con vileza en el folder del mamerto. O coincidencia, el párroco se paró hacia aquella meza puesto que iba a escuchar un ensayo de los niños y quería tener la letra para seguir gozosamente la música. Abrió el folder. Sus ojos no podían creer lo que veían. El viejo, que estaba más frígido que el mar muerto, resucitó de entre los muertos, y Lázaro se puso de fiesta. El espanto fue inmediato. Su ira fue terrible.
El destierro del pedófilo insano no se hizo esperar. La comunidad estaba espantada. La madre de Joaquincito retiro a su hijo de aquel destino insano para siempre. Y es así como nuestro héroe se convirtió en leyenda. Circulaba el rumor entre los del coro y los de breña de un valiente mozo que había derrotado a un pavocabrosano con tan solo una porno. El recuerdo se tornó en leyenda, la leyenda en mito, y fue así como el director del coro terminó cantando con ampli en el rápido (Carabaillo-Villa María).
PD: No sé por que el cuento se llama el toribianito asesino, quizá por que ese día ilustre, algo en su alma de niño murió, quizá porque al director del coro las mamás casi lo linchan. En fin, todo esto es pura mierda, se llama así porque me dio la gana.
Felices fiestas, FIN.
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2 comentarios:
en verdad me sentiria mejor si no hubiera uan copia de esto en tu blog... infeliz
jaja, es para mi variado público
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